La ilustración de fondo

La ilustración de fondo
La Plaça de la Creu en Benimàmet es uno de los espacios más entrañables de este lugar cercano a Valencia. El artista valenciano Paco Roca ilustra, dibuja, recrea, en esta bella postal, ese espacio a "la antigua".

viernes, 5 de junio de 2020

La batalla de Occidente y 1914


Texto original de la reseña publicada el 1 de febrero de 2020 en Postdata (Levante EMV).
 
1914. La Europa del odio y la barbarie


Èric Vuillard (Lyon, 1968) es uno de los mejores escritores europeos de las últimas décadas. El premio Goncourt 2017 concedido a su deslumbrante narración El orden del día, aportó el espaldarazo definitivo a su talento, reconocido ya en los galardones otorgados a Conquistadors, en 2010, Tristeza de la tierra en, 2015) o, a 14 juillet también en 2017. 


La batalla de Occidente (premios Franz Hessel, 2012 y Valery Larbaud, 2013) publicada por Tusquets en 2019, es una seductora y audaz propuesta literaria acerca de las “razones” de la sinrazón que condujo a la Gran Guerra europea, librada entre 1914 y 1918, la más absurda y brutal contienda de alcance mundial que inició ¾en opinión de Hobsbawm, que comparto¾ el “corto” siglo XX. Toda la explosividad del mundo estalló a partir del mortal atentado perpetrado por el nacionalista serbio Gavrilo Princip contra al heredero de la corona. El suceso puso al descubierto la carencias políticas de “un imperio [el austro-húngaro] multiétnico en la era de los nacionalismos” (Astorri y Salvatori, 2011) desencadenando la más burda sucesión de declaraciones de guerra.  


Guerra extremadamente sanguinaria, más propia de contiendas civiles que de un conflicto de intereses que dará “origen ¾sostiene Jacques Le Goff¾ a una cultura bélica del odio y la barbarie”. Sentimientos que contribuirán, sin duda, a truncar el sueño de un proyecto  europeo común a salvo de rencores nacionales.    


Dotada de sutil ironía, La batalla de Occidente nos aproxima a las claves interpretativas de esta contienda que devastó a Europa, aquejada por la presión política de minorías étnico-culturales enfrentadas a poderes dinásticos y sempiternas rivalidades entre potencias coloniales, impotentes a la hora de evitar enfrentamientos. La lectura de La batalla… es tan apasionante como la mejor novela o el más erudito ensayo. Estamos ante una narración peculiar que permite la lectura y degustación de cada capítulo como pieza separada, aunque pronto nos enganchamos al hilo narrativo trazado por Vuillard para atraparnos y seguirle en su brillante esfuerzo por hurgar en la Historia.


Algunas imágenes motivan la lectura al comienzo de estos fogonazos literarios. El texto ironiza: “En el principio hubo un gusto común (…) Los nietos de la reina Victoria ocupaban los tronos de Inglaterra y Alemania (…) Todas las coronas de Europa poseían ancestros que habían dormido en las mismas sábanas.” Pero… Pronto sabemos que el servicio militar apareció en Prusia en 1814, cien años antes de la catástrofe… y de que existía, “el mismo picor en la piel, la misma astilla.” Es decir, una paz precaria y llena de alianzas alimentadas por apetencias territoriales frustradas.  


Había quien no descansaba maquinando un plan perfecto. El conde prusiano Alfred von Schlieffen, “enjuto viejo, avinagrado”, hijo de militar y excombatiente contra los franceses llevaba toda una vida, desde el Estado Mayor, haciendo cálculos fabricando mapas y especulando para planificar la más colosal de las guerras. El Plan Schlieffen, aseguraba la invasión y derrota de Francia. Plan meticuloso, matemático, que preveía una guerra necesaria donde la vida humana tan solo sería un elemento más. Schlieffen, perfecciona, retoca, año tras año, su plan; añade estrategias militares tomadas de Von Moltke y Clausewitz. Concibe la guerra como “parte esencial de un plan divino.” Imbuye a Prusia y luego a Alemania de “ese nacionalismo militar, que es un suicidio”.


Y el 22 de agosto de 1914 empieza la tragedia en Lorena y Las Ardenas. Vuillard establece un símil entre los record deportivos y los bélicos, para concluir que, “las guerras han ido más rápido”. Se organiza una espantosa carnicería. Más y más alemanes avanzan y caen frente a franceses e ingleses que resisten dejando tantos muertos como los atacantes. Italianos y austriacos se las tienen entre ellos; entran en liza ejércitos de  Europa oriental y otomanos, japoneses y un etcétera que alcanza a estadounidenses, australianos y canadienses. Las armas se imponen decididamente a las letras; se cavan trincheras para morir y matar en ellas; se lanzan gases tóxicos; escuadras de aviones y flotas de guerra dominan cielos y mares. Odio y metralla. Fuego, destrucción, millones de muertos e inválidos; seres  desesperados que han perdido el aspecto y la dignidad humanas…


Una locura sin fin a cuyo socaire fue posible  la “gran diablura de otoño” de 1917: el octubre rojo y el poder soviético, reclamando en medio de esta infernal contienda la Paz, que votarán en un decreto “para liberar a la humanidad de los horrores de la guerra”, mientras continua la guerra en la Europa del sur y del oeste hasta el agotamiento por la posesión de “la tierra de nadie”. Espacio destruido y “sagrado” sobre el que —sarcásticamente— escribe Vuillard: “Los hombres se amenazan y se quieren (…) y cuanto más pasa el tiempo, más las bombas que se lanzan son pruebas de amor”.           

Viene a cuento la referencia a 1917, la película de Sam Mendes, que recién he visto y que tanto tiene que ver, pese a expresarse en lenguaje distinto con este libro. Si el gran referente fílmico de esta guerra es la portentosa Senderos de gloria (1957) de Stanley Kubrick, pronto descubrimos que, 1917, inspirada por un suceso “real” que afectó a los británicos que peleaba junto a franceses, por su impecable factura técnico-estética nos mete de lleno en el mundo de esta guerra.      


             Al otro lado de la trinchera ascendemos a un cementerio infinito lleno de cráteres y alambradas, de barro, mugre, sangre y fuego. Tanques abandonados, caballos muertos, ratas inmensas; aviones que se estrellan contra nosotros; centenares de miles de fundas de obuses, balas y proyectiles de todo tipo. Contenemos la respiración y apretamos los dientes. La imaginería de la muerte y la destrucción, la exhibición del dolor me acercan a la prosa fría del Ernst Jünger de Tempestades de acero. Tanto Vuillard como Mendes cuentan sus historias con estilo y técnica diferentes y ambos nos hacen pensar en el horror del que nos advirtiera Joseph Conrad a fuerza de bucear en  sueños y fantasmas interiores. 


1 comentario:

  1. Estimado José Antonio Vidal Castaño, Mi nombre es Ignacio Martin. Investigo una persona que creo, estuvo en el campo de Septfonds. Le ruego se ponga en contacto conmigo en el correo ignamarjime@hotmail.com. Le agradezco enormemente su atención. Y siento comunicarme con usted a través de este blog, ya que no he conseguido encontrar una dirección a la que dirigirme. Gracias por adelantado. Reciba un cordial saludo. Ignacio

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