A PROPÓSITO DE UNOS REFLEJOS
Y DE UN OJO DORADO
“Encontraron a la
señora Langdon desvanecida; se había cortado los tiernos pezones con las
tijeras de podar.”
El ojo dorado es mi ojo, ¿dorado? Si y lo es por
qué así lo quiso Lula Carson y por qué así lo quiero o lo imagino bajo el
potente reflector de su mirada. Y a él, a ese ojo dorado le llegan los reflejos
del mundo que la MacCullers selecciona más que condensa (he leído con devoción
el epílogo de Tenesse Williams, y debo decir que no me parece del todo convincente
—por demasiado simple— su explicación acerca de la necesidad de
‘condensar’ en símbolos toda una vida por ser la novela mucho más corta que una
vida.
Lo que hace Carson MacCullers es seleccionar más que condensar momentos y situaciones; acciones y reacciones que toma
como simbólicas para convertirlas en claves de vida y muerte de un destino particular:
el de cada personaje; y lo hace con intensidad inusitada, revelando-nos lo que
socialmente se considera anormalidades como nuestra santa y habitual normalidad;
normalidad que permanece oculta bajo apariencias y convenciones sociales que
son mucho más a-normales o, eso me lo parecen; todo ello más rígido, si cabe,
en un destacamento militar que en cualquier otra sociedad cerrada y estancada; un
torbellino controlado de violencia reprimida, un flujo sanguíneo apenas
contenido. La propia monotonía de la vida cuartelera es violenta y el
aburrimiento cerrilmente organizado genera violencia. El acuartelamiento es
violencia. Ahí tenemos, sin ir más allá las secuencias de la primera parte de
“La chaqueta metálica” de Stanley Kubrick. De cuando en cuando esa violencia se
desata como una tormenta incontenible y por otro lado, consecuente. La normal anormalidad,
aflora y se reivindica.
En “Reflejos en un ojo dorado” una aparente fugacidad
ciñe una jungla de sentimientos y pasiones; el deseo placentero y reprimido de
hacer daño o de sentirse víctima se manifiesta. Pocas veces he disfrutado
leyendo como lo he hecho al dejar atrás cada página de esta breve e intensa
novela que merece ser leída con devoción. Soy un devoto de ese tipo de
narrativa que bien pudiera pasar por ser un buen ejemplo de lo que llamo
economía de las palabras. Cada expresión, cada párrafo, cada vocablo sale de
esa entraña indefinible que admira la sujeción sin renunciar a la inspiración
momentánea. Carson no se deja llevar, nos induce, nos guía y nos arroja al
precipicio. Todo parece estar medido, y sin embargo… Cada momento es especial y
banal al tiempo, cada uno de ellos puede durar imaginarias eternidades y poseer
una potencia devastadora; violencia descompuesta en mil y un detalles. ¡Esos
reflejos! Vives cada sobresalto (el de las tijeras y los pezones de Alison
Langdon; el del morboso salvajismo del capitán Penderton (grandiosa interpretación
de Marlon Brando —la más difícil de su carrera— en la potente película
de John Houston, cuando azota al caballo que está a punto de matarle),
etcétera, dejan al descubierto los
abismos de una vida entera.
Los reflejos en mi ojo dorado, no se si en el
tuyo, lector, son también perversos porque son los que —contra la norma y mi
voluntad obediente— me hacen sentirme bien. Negamos la realidad que
nos hace imaginar que en este mundo, los jodidos seres humanos, los animales y
las cosas que nos rodean son perversos o generan perversiones, torcimientos,
conductas irregulares que no se atienen a normas. Y las perversiones suelen ser
más estimulantes que el aburrimiento o la mediocridad. Me pregunto, no
obstante, por el origen y la justificación de esta pulsión que no me atrevo a
calificar de otra manera. Me interrogo por placer oculto que —por lo
visto, leído y oído— parece acompañar al poder de destruir y disponer
de las vidas y bienes ajenos.
Es el lector, yo en este caso, pero también
cualquiera que se embeba en las ciento y pico de páginas de esta novela tan
criticada en su momento por escandalosa y por ser una segunda novela, quién
posee el ojo dorado que escruta, admira, aborrece, condena o se extasía ante las
perversiones de personajes como el capitán Penderton y el soldado Williams, como
Leonora Penderton y el comandante Morris Langdon; como el caballo Firebird y
las cuadras, bosques, paisajes, casitas de oficiales y habitaciones interiores
del entorno; como Alison Langdon y su criado filipino Anacleto, como la hiriente
disciplina y el soez aburrimiento de un acuartelamiento militar en en Sur de
los Estados Unidos. No es un Sur cualquiera sino un Sur peculiar: el que
alentara esa narrativa llamada novela gótica que avalada por William Faulkner,
produjo talentos como el de Carson MacCullers o Flannery O’Connor…
Homosexualidad, bestialismo, sadismo, trabajo
esclavo, tiranía sexual, humillación constante de la sensiblería y el
moralismo; espejo admirable de humanidades e inhumanidades, de orgullos y
prejuicios, esta segunda novela de Carson MacCullers invita no solo a leer sino
también a la revisión compleja de nuestras motivaciones y tendencias reprimidas
o no de nuestro ser personal y social ¿Quién no se ha encontrado en la calle,
en un bar, en la trastienda de una librería, en una visita rutinaria o en medio
de conversación anodina a una persona con el mismo olor que el que despiden el
soldado Williams o la endiablada sureña Leonora Penderton?
¿La intención de la autora? Lean. Para muestra, el
retrato que deja ya en las primeras páginas del capitán Penderton al que trata
de sabio que no recibía visitas de solteros en su pabellón a no ser que fuera
en grupos. Dice de él, que sabía de todo, hablaba y escribía en tres idiomas…
“Pero, a pesar de sus muchos conocimientos sueltos (…) no había tenido en su
vida una autentica idea en su cabeza, por cuanto la formación de una idea
requiere la fusión de dos o más datos conocidos, y los ánimos del capitán no
llegaban a tanto”.
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