La ilustración de fondo

La ilustración de fondo
La Plaça de la Creu en Benimàmet es uno de los espacios más entrañables de este lugar cercano a Valencia. El artista valenciano Paco Roca ilustra, dibuja, recrea, en esta bella postal, ese espacio a "la antigua".

sábado, 19 de septiembre de 2015

Pensar el cuento

Escribir un cuento
19 jun, 2015 por José Antonio Vidal Castaño


Este texto es una adaptación hecha por Anatomía de la Historia de la disertación del autor en la presentación de su libro Asalto al tren pagador en la Librería Ramon Llull de Valencia el día 17 de junio de 2015.

Tras escribir algunos libros de Historia he publicado un volumen de relatos, Asalto al tren pagador, que, no obstante, no es el primero de esta modalidad que escribo pues ya en los años 80, del siglo XX, hice mis primeros pinitos con un libro de relatos que publicó Víctor Orenga. Quedó ahí una cuenta pendiente y un reto, pues la crítica de la época (la única publicada) fue adversa y descorazonadora; de esas que alejan de la escritura. Pero el hambre de ganar el partido (perdón por el símil futbolístico) y la capacidad de intentar darle la vuelta al marcador, de remontar un mal resultado inicial, permanecieron vivos…
 
Así pues, Asalto al tren pagador es, de algún modo, una respuesta a todo ello, puesto que recoge tres de aquellos relatos para reconstruirlos y reinventarlos; y así quedan insertados en el nuevo conjunto. Pero no existe sólo esa razón, y me reafirmo por supuesto en algo que ya he dejado dicho antes:

“La literatura viene a ser como un feliz encuentro, o desencuentro, entre lo irreal y lo real, entre la imaginación y la voluntad”.

Es este libro una serie de historias de la historia, incluso de la intra-historia abordados desde un triple matiz: el relato-crónica, el relato-ficción y el relato-intimista, aunque es difícil deslindar a qué tipología responde cada uno de ellos, pues, en ocasiones, cada relato resulta un híbrido y contiene algo de los tres matices, e incluso de otros. Lo cierto es que en todos ellos trato de ponerme a prueba, de establecer un reto conmigo mismo, pues escribir un cuento, según Gabriel García Márquez, es uno de los más difíciles ejercicios literarios. El genial autor, del que todavía lamentamos su desaparición, reconoce abiertamente en el prólogo de sus Doce cuentos peregrinos que, al escribir el tercero de ellos -en el que por cierto trata de sus propios funerales-: “sentí que estaba cansándome más que si fuera una novela”. Lo mismo le ocurrió con el cuarto. Tanto que “no tuve aliento” para terminarlos. Ahora -clarifica- sé por qué “el esfuerzo de escribir un cuento corto es tan intenso como empezar una novela”.
 
García Márquez explica que en el primer párrafo de una novela -y  con el cuento nos ocurre lo mismo-, hay que definirlo todo: estructura, tono, estilo, ritmo, longitud y, a veces, hasta el carácter de algún personaje. El famoso Gabo, a quién siempre recordaremos como el autor de Cien años de soledad, confiesa que cualquiera de sus cuentos, resultó para él tan difícil e importante como su gran novela, pero pocos recuerdan, sin embargo, cuentos como La santa o, Diecisiete ingleses envenenados, donde, por cierto, en “muy pocas páginas” pone en cuestión la utilidad de los viajes rutinarios y con fines turísticos, hoy tan de moda.
 
Pero no es solo García Márquez, sino los más reputados escritores y los críticos más viperinos los que han señalado la dificultad de los cuentos, y lo fácil que es, entre otra razones, por su calculada e ineludible ambigüedad que caigan en el olvido. Todo el mundo recuerda El Quijote, pero pocos La española inglesa, una de las mejores “novelas ejemplares” -en realidad cuentos “cortos” al estilo italiano- de Cervantes. ¿Qué es en el fondo el propio Quijote sino la mejor y más irrepetible colección de cuentos?
 
Todo el mundo recuerda El corazón de las tinieblas de Joseph Conrad y muy pocos Una avanzadilla de progreso, uno de los mejores relatos que se hayan escrito nunca sobre el perverso espíritu del colonialismo. Y así podríamos estar citando autores conocidos por los títulos de una de sus novelas, y que la mayoría de ellos han sido cuentistas, sin que por ello se suela citar o recordar alguno de los títulos de sus relatos. Quién recuerda hoy El castigo, de Miguel Torga, o El capote de Gógol (que ha inspirado a tantos escritores y del que se reconoce deudor, por ejemplo, el exquisito Iván Turguènev; o cualquiera de los cuentos de Alice Munro (Premio Nobel, precisamente por sus cuentos); quién recuerda, de no ser por la difusión que le ha dado una película  el magistral cuento La señora del perrito, de Antón Chèjov, seguramente el mejor cuentista de todos los tiempos; quién recuerda Los asesinos, de Ernest Hemingway, un cuento de apenas siete u ocho páginas, de una intensidad tal que corta la respiración y que sirvió de base a la película Forajidos de Siodmak, rodada en 1946, cuando el cine era todavía ‘el séptimo arte’ y “la fábrica de sueños”, y sin embargo, Hemingway, mejor cuentista que novelista, será más recordado por su novela Por quién doblan las campanas, por ejemplo, más que por su joya narrativa, El viejo y el mar que no deja de ser más que un maravilloso cuento…
 
Es, por ejemplo unánime considerar a Manuel Chaves Nogales, el exiliado Chaves Nogales, como el mejor periodista del periodo republicano, pero pocos recuerdan que lo mejor de su producción son sus intensos y dramáticos relatos publicados con los títulos genéricos de A sangre y fuego y de La bolchevique enamorada… Cambiando de registro los lectores suelen recordar las humoradas escritas por Enrique Jardiel Poncela, como Eloísa está debajo de un almendro, o Cuatro corazones con freno y marcha atrás, pero ¿quién recuerda sus Novísimas aventuras de Sherlock Holmes? Siete relatos breves, que son otras tantas caricaturas detectivescas en las que no encontramos momento para contener la risa; esa risa floja, inacabable, propia de lo que nos divierte de verdad y a la que también procuro acercarme en algunos de mis relatos.
 
No es fácil que se recuerden los títulos de un maestro del relato corto como Julio Cortázar porque se habla más de su novela Rayuela, aunque algunos de sus lectores confiesen no haberla leído íntegramente. Es más corriente que se recuerde a James Joyce por Ulises que por el intenso y lírico relato Los muertos que cierra su libro Dublineses; o que se juzgue al escritor y periodista Vasili Grossman -casi desconocido para el lector español- por su portentosa Vida y destino, más que por su sencillo pero conmovedor relato La Madonna Sixtina; ¿quién recuerda, así, a bote pronto, algún título de la cuentista sureña (estadounidense) Flannery O’ Connor o algún cuento de Stephen Crane? más allá de su magnífica La insignia roja del valor que tiene más hechuras de relato que de novela corta al uso; quién recuerda algún cuento de Stephan Zwaig, pese a que muchas de sus mejores escritos sean cuentos prolongados como 24 horas de la vida de una mujer, o, para alejarnos, de esta relación que sería interminable, quién coloca en primer plano a Bartleby el escribiente cuando hablamos de Herman Melville, ¿quién se detiene y se recrea con su muletilla “preferiría no hacerlo”?, un Melville que consideraba esta originalísima narración superior a su famosa novela Moby Dick.
 
Max Aub, nuestro querido Max Aub, estará siempre presente por cualquiera de sus novelas de El laberinto mágico, pero pocos se refieren a sus breves Crímenes imaginarios o a su sensacional relato breve La verdadera historia de la muerte de Francisco Franco… editada originariamente en México.  En fin… Tal vez, la excepción sea Kafka, siempre Kafka, pues si recordamos, creo, todos sus lectores, La metamorfosis (pese a los intentos de cambiar este título por los expertos hacia… La transformación). ¿Quién recuerda el casi micro-relato Sangre española del gran Raymond Chandler al lado de sus geniales novelas negras como El sueño eterno, pioneras de un género y de un estilo que tanto han contribuido a la consolidación del séptimo arte.
 
Y que me dicen del relato más corto de la historia de la literatura; si, el que inventó Augusto Monterroso y que dice todo en una sola línea: “Cuando despertó el dinosaurio todavía estaba allí”, sobre el que he tejido una ficción La bola de Villar, una disparatada historia de espías, cómo no, violenta y con final inesperado.
El canon del cuento es bien difícil de establecer, pero el gran crítico Harold Bloom lo ha intentado resaltando los atributos que cité al principio sobre su ambigüedad y su enorme dificultad, clarificando, a su entender, que todos los autores de cuentos o relatos, más o menos breves, más o menos cortos, pertenecen a una de estas dos tradiciones:
 
La representada por Antón Chéjov, o la representada por Edgard Allan Poe, Franz Kafka y Jorge Luis Borges.
Corrientes muy distintas en su concepción y estilos pero que tienen de común despertar la emoción -no solo la estética sino el interés, la inquietud, el misterio, el odio, el amor, la muerte, la enfermedad, la pasión erótica o pornográfica-, en muy pocas páginas.
Diversidad, brevedad, novedad pide Carlos Fuentes; reinventar la vida… exige Richard Ford; aplicar la “imaginación histórica” y el orden en el la narración, es decir narrarla para construirla, susurra el maestro Justo Serna. En fin…
 
En cuanto a las historias de este Asalto al tren pagador, diré que las doce narraciones, más la insólita receta de cocina que contiene el libro tienen algo más que un hilo narrativo común; tienen una temática, un contexto que los envuelve, que los enreda y que es consustancial a todos ellos. Inicialmente el libro tenía un subtítulo que no figura en la versión depurada, pero que resulta orientativo: Relatos de guerra y posguerra. Es decir, que la enorme tragedia de la Guerra Civil, y todo lo que vino después, pasando por el silencio y la miseria de los años 40, las turbulencias de los 50 y 60; los cambios democráticos y sociales propios de la transición en los 70 con su antes y su después, impregnan estas páginas llegando casi hasta la actualidad. Una buena síntesis la tienen en la contracubierta del libro de donde leemos:

“La narración mezcla realidad y ficción, de tal modo que no sabemos dónde empieza una y termina la otra. Ante nuestros ojos desfila una nutrida galería de personajes arrancados de la realidad, que recorren escenarios de guerra con sus secuelas de muerte, cárcel y exilio, que reflejan tristezas y alegrías, amores imposibles, pulsiones eróticas u obsesiones sexuales. Aparecen y desaparecen espías y asesinos, instantes de humanidad y de inhumanidad; incluso un estrafalario periodista que se convierte en narrador de sus vivencias…”

Algunos (la mayoría) de sus personajes y protagonistas son de otro tiempo, de antes, durante y después de la guerra;  otros, como Oriol Ruvira i Furtamantes, un estrafalario personaje a medio camino entre un insólito periodista y un peculiar detective privado que trabaja por libre, que intenta, a duras penas, reflejar en sus reportajes, crónicas y entrevistas, el desquiciado mundo en el que vivimos, pueden parecer muy de hoy.
Para cerrar el círculo de este mini-periplo por el cuento recupero a Gabriel García Márquez, su palabra y su autoridad, para recordar con él dos frases suyas. La primera se podría aplicar a mi libro:

“Los recuerdos reales me parecían fantasmas de la memoria mientras los recuerdos falsos eran tan convincentes que habían suplantado a la realidad”.

La segunda, tiene que ver con mi actitud vital, mi intención de seguir cultivando mis dos grandes amores, la historia y la literatura, tratando de servirme y nutrirme de ambas. Termino estos días un libro de divulgación, La España del maquis, 1937-1965, que editará Punto de Vista Editores, y retomo, a ritmo lento, una novela sin titulo definido pero que cuenta ya con personajes, ambientes y paisajes bien definidos; narraciones ambas, en las que recurro al fondo de armario de los cuentos por su capacidad para “la elipsis”, esa poseedora del “inmenso arte de la fuga”, y teniendo de mi parte el rigor de la historia y de sus hechos para dar cobijo a los hechos y las palabras… 
Y, tal vez ustedes se preguntarán, ¿por qué? ¿Por qué este hombre a sus años…?
 
Y es que pese a mi edad, cada vez más provecta o, tal vez, gracias a ella y ante la imposibilidad de escapar al paso del tiempo, he decidido ponerlo a mi favor para que me devuelva la juventud. ¿Un dantesco pacto con el diablo?  ¿Por qué no? Por el momento no entra en mis planes  dejar de escribir. Todo, en parte gracias a Gabo, que además nos explica porqué. La fórmula es sencilla:

“el placer de escribir [es] el más íntimo y solitario que pueda imaginarse”.

Lo que no significa que no sea difícil, trabajoso y a menudo sumamente doloroso.

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