Fue el cineasta galo François
Truffaut quién re-descubrió para todos los enamorados del “séptimo arte” el
genio de Alfred Hitchcock, el director británico que se nacionalizó
estadounidense en 1955, postergado o escasamente valorado por la crítica de “alto
nivel” de su nuevo país.
Truffaut no realizó esta labor
con las habituales herramientas del cineasta: cámaras, focos, guiones, actores,
etc., sino con las del escritor, publicando una larga entrevista que mantuvo en
agosto de 1962 con el “maestro [mago] del suspense” en su despacho del Studio Universal, en la que introdujo
retoques en contactos posteriores. El resultado se tradujo pues en un libro que
el editor Robert Laffont publicó en 1966, El
cine según Hitchcock; libro que con el tiempo se convirtió en un manual de
culto para los jóvenes cineastas europeos y americanos, así como una guía imprescindible
para los todo-cinéfilos en su manía por desentrañar la magia derramada por
Hitchcock a lo largo de su extensa filmografía. Cincuenta y cuatro títulos en
su haber, producidos entre 1925 (primeras películas mudas en Gran Bretaña) y 1975 año en el que realiza su última película:
La trama. Cincuenta años de cine, que
salen a más de una película por año.
Truffaut era un autodidacta y
su formación muy diversa lo que le permitió leer (es decir, mirar, entender,
visualizar) de una manera nueva y transversal la obra de otro autodidacta como
Hitchcock que aprendió el oficio desde abajo; de poder trasladar sus impresiones,
e incluso objeciones personales directamente
al maestro y de viva voz, volcando luego en el papel ese toma y daca, ese
descubriendo del uno acerca del otro; también captar lo mejor del modus
operandi y de las artimañas de Hitchcock, para conseguir siempre una puesta
en escena o mise en scène, no solo adecuada sino precisa, impecable, genial.
El resultado de aquella
insólita conversación entre dos cineastas, con un Truffaut actuando como el
periodista de investigación que hace un trabajo de campo, fue un texto lleno de
ideas de y sobre el cine; fértil interrogatorio sobre la forma de concebir y
hacer películas; un texto de lectura obligatoria para todos los que estudian
algo que tenga que ver con el cine, la publicidad o el mundo audiovisual.
En El cine según Hitchcock, el realizador francés –con su pinta de
permanente niño ( su Antoine Doinel) puesta en la cara– autor ya de Los 400 golpes, que muchos consideran lo mejor de su producción, se
acerca al suspense como si se tratase
de un nuevo género cinematográfico inventado por Hitchcock. Tenía que ver con
lo policíaco, lo criminal, lo extremadamente cruel o estrambótico que afectaba
al ser humano y su conducta; de ahí su frecuente recurrencia a escenificar y
dramatizar el uso del psicoanálisis en muchas de sus películas: Recuerda (1945), Vértigo (1958), Psicosis (1960) o Marnie la ladrona (1964), por solo citar algunas, aunque su
admiración por el Dr. Freud y sus técnicas de análisis o curación de los
desequilibrios mentales tienen repercusión, aunque sea de forma indirecta, en
toda su obra, casi en todas y cada una de sus películas.
La visión freudiana de la
figura del padre tiene mucho que ver con las visiones oníricas de algunas de
sus criaturas, trasladada en varias ocasiones a la figura de la madre posesiva como en Los
Pájaros (1963) o Marnie… (1964) etc. Hitchcock no podía olvidar el
haber sufrido en sus propias carnes el terror de la figura paterna portadora de
castigos ejemplares que dejan huella. Su miedo a la policía, a los calabozos y
prisiones… (confesado directamente a Truffaut), se traduce en imágenes como en
las utilizadas en Falso Culpable
(1956) o El proceso Paradine (1947)…
que recuerdan su propia estancia por una noche (siendo un jovenzuelo díscolo)
en el calabozo de una comisaría londinense, a requerimiento de su propio padre quién
contaba con la aquiescencia de la autoridad policial, para mostrarle adonde puede llevar un camino
equivocado.
Hitchcock, director, en plena
posesión de sus conocimientos, respeta las reglas básicas (comerciales
impuestas por las productoras) oponiéndose a ellas de manera muy sutil pero
constante. El maestro suspende al
espectador en una atmósfera cargada de amenazas visuales desde la primera toma
(inicio, por ejemplo de Yo confieso (1953)
con calles lóbregas, un cartel en flecha usado como índice acusador) ralentizando
las acciones y los gestos de los actores o creando efectos de luz, color,
música, etc., que mantienen un continuado aire de intriga o miedo; una
expectativa de lo que va o puede pasar, pero que nunca pasa de inmediato; una
expectativa ansiosa que puede que se vuelva sorprendente, incluso insoportable.
Estas son algunas de las cosas que vio Truffaut en el cine de Hitchcock.
Hitchcock, dotado escasamente
por la naturaleza para atraer la atención de otros seres humanos, según los
cánones de Hollywood, era un tipo regordete y con escasa estatura que aparece
siempre en algún momento de todos sus filmes para, tal vez, reafirmar su
personalidad. Lo cierto, sin embargo, es que compensó con creces a través de su forma de hacer cine, de su
dominio total sobre esta, sobre lo que ocurría en una pantalla de cine, sus
propios complejos. Encuadres, tomas o enfoques originales, inversión de planos,
desenfoques y demás exquisiteces visuales que le pueden acercar a los mundos
creativos de Eisenstein o de Griffit)… Hitchcock crea las expectativas para que
se produzca una explosión de emociones que de pronto es capaz de congelar en
una mirada o en un gesto, con un simple movimiento de cámara. Una revolución
cinematográfica de amplio calado y recetas aparentemente sencillas.
En cierta medida, Hitchcock
llevó adelante no solo una revolución audiovisual a través de la forma, sino que
aportó el germen de una rebeldía personal que compartió con otras gentes del
cine, por mor a superar las rigideces impuestas por los códigos estéticos, e
incluso éticos, de las grandes productoras.
Hitchcock a su modo, un tanto
cazurro, aparentemente simple en el contenido (tramas o argumentos poco o nada
interesantes) pero complejo en lo estético y formal ponía en cuestión todo ese
mundo de reglas impuestas por y para la rentabilidad económica. Así fue su
oposición, primero larvada y luego más activa, junto a otros directores y
guionistas contra el código Hays, que imponía reglas morales que excluían por
inmorales desnudos, escenas de cama o besos prolongados, según los censores,
sospechosas de pornografía. Varias de sus cintas son bellísimos ejemplos de
besos muy prolongados (un morreo continuo pleno de lascivia, que no acaba por
mostrarse explícitamente…). No hay más que recordar las secuencias eróticas de Encadenados (1946), La ventana indiscreta (1954) o Con
la muerte en los talones (1959).
El libro de Truffaut es de muy
recomendable lectura. Toda aquella persona que se acerca a sus páginas redescubre
también el poder de sugestión de Hitchcock, que utiliza el cine como una
herramienta para expresarse a través de impresionarnos (parece contradictorio).
Para Truffaut “dos escenas de suspense jamás estarán unidas en una película
suya por una escena corriente, pues
Hitchcock tiene horror a lo corriente”. Todo en su cine es más o menos anormal,
o lo parece.
Hitchcock, al que gusta partir
de la realidad, explica candorosamente a Truffaut, que esta puede ser tan
anodina que es necesario dramatizarla. En Falso
culpable (1956) el parecido de unas caras y una vestimenta determinada
llevan a una falsa identificación que acaba con la detención de un ciudadano
corriente, padre de familia, músico de profesión que ve trastocada su vida y la
de sus familiares. Un suceso anodino que Hitchcock convierte en importante. Lo
que le interesa de verdad no es precisamente la trama (sacada de un suceso corriente)
sino la reacción de todos y cada uno de los personajes ante las falsas apariencias.
Se trata de “retratar” unos comportamientos ante lo inesperado, ante lo que
sucede a contracorriente.
Abajo: Fotograma de la película Psicosis (1960), con Janet Leigh y John Gavin.
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