El día que
murió Franco
por José
Antonio Vidal Castaño
El País, diario del que sigo siendo lector y
suscriptor pese a su perseverante evolución hacia el conservadurismo, ha
preguntado en el 20 N, a una serie de gentes ilustradas y de éxito en sus
profesiones, que hicieron en aquel día de la muerte del dictador Franco. Esta
es mi respuesta, consciente de que no soy persona de éxito, ni joven como los
que responden aunque si relativamente ilustrada, y que he transitado y sigo
haciéndolo por una controvertida peripecia vital que puede no les interese,
pero por aquello de dejar testimonio, ahí va mi reflexión.
¿Qué hacía yo aquel 20 de noviembre de 1975?
Estaba en París tomando parte en una masiva
manifestación que se organizó en la capital de Francia al conocerse la noticia
de la muerte del dictador. La manifestación estaba organizada por diversos
partidos políticos de la izquierda francesa y miles de ‘refugiados políticos’
españoles que militábamos en diversos partidos desde anarquistas y republicanos
o liberales, hasta los elemento más radicales de la llamada por el régimen
franquista “extrema izquierda”. Yo, me encontraba entre estos últimos, en un
partido escindido del PCE, de corte marxista-leninista que era más conocido en
España por la policía con el nombre de su organización “de masas”, El FRAP
(Frente Revolucionario Antifascista y Patriota). A la sazón tenía 33 años -la
edad de Cristo- tenía con Pilar, mi mujer y también militante, dos hijos pequeños,
y había escapado (estaba en “búsqueda y captura”) a la persecución de la policía
franquista pasando la frontera francesa meses atrás.
Todo esto quizá pueda parecer tremendo, pero la
realidad es que yo no era más que un profesor de Enseñanza Primaria que llevaba
-como otros españoles en aquel tiempo- una doble vida. Ejercía con toda la dignidad
del mundo la enseñanza (era hijo de maestro nacional depurado por haber sido oficial
del Ejército Popular de la República) como profesor de Geografía e Historia y
director del Colegio Público Virgen del Carmen de La Eliana (Valencia) donde
era muy apreciado por mis alumnos, por sus familias e incluso por las
autoridades que me pedían consejo y procuraban mi amistad. Al tiempo, militaba en
el antifranquismo desde mis tiempos de estudiante universitario, aunque tuve
que dejar mis estudios a los dos años de iniciar la carrera de Filosofía y
Letras para ganarme la vida y mantener a mi joven familia. Y militaba en una
organización de “vanguardia” que criticaba al PCE de conservador y
revisionista. Creía entonces, firmemente en las posibilidades de un cambio
total en la vida política y social de España, y que éramos esos jóvenes
revolucionarios quienes íbamos a desbrozar ese camino. Pero la represión
policial y nuestros propios errores e inexperiencia políticos truncaron muy
pronto esos sueños y casi sin darnos cuenta nos vimos en el exilio, en las cárceles
y con un porvenir política y socialmente
adverso, con unos sueños y vidas personales truncados.
Por eso estaba en París en los momentos que murió
el dictador y si, creía que las cosas iban a cambiar y estaba convencido de
estar en el lado correcto, el llamado a intervenir activamente en aquellos cambios.
Pero no fue así.
Hubo gente, antiguos camaradas que les fue difícil
asimilar tanta desilusión y que no serían capaces de superar del todo aquel
trauma político ni adaptarse al necesario cambio de rumbo que ya estaba en el
ambiente, el que suponía una transición democrática pactada, y lo que es más,
coronada. La vida cotidiana a la contra de sus deseos frustrados invitaban a
una supervivencia rutinaria y cargada de resentimiento.
No fue mi caso. Procuré, sin renunciar a mi pensamiento
básico, adaptarme al imparable cambio social como nuevo eje vital; reajusté y
reformulé mis prioridades con el fin de continuar luchando por mejorar una democracia que ya no era solo posible, sino
una realidad en marcha. Las dificultades fueron muchas y no pequeñas pero no
les aburriré con los avatares sufridos. Poco a poco se fue rehaciendo mi vida
profesional y personal. Tras tiempos de penurias y amargura, trabajé por un tiempo en las instituciones (con buenas y malas experiencias) para volver a la
enseñanza empezando otra vez desde cero, y en cuanto pude, a trancas y
barrancas, volví a unas de las cosas que más amaba: a los libros, a reemprender
(con evidente retraso respecto a las gentes de mi generación) los estudios
hasta completar mi licenciatura en Filosofía y Ciencias de la Educación y obtener plaza por oposición al cuerpo de
profesores de Enseñanza Media y pude dar clases a los últimos cursos del
bachillerato en diversos institutos, explicando (yo si lo hice) lo que había sido
la guerra civil y lo que fue y era todavía el franquismo, el sociológico y el
que había mostrado su cara más cruda, pues sobre ambos tenía experiencias y
conocimientos que trasmitir, lo que me produjo satisfacciones y disgustos. Pero
me gustaba investigar y volví a los estudios para doctorarme, tras algunas
vacilaciones en Historia Contemporánea de España, leyendo mi tesis doctoral en
la Universidad de Valencia en el año 2012, cuando había cumplido los 71 años de
edad.
Pero esto no fue más que un comienzo, o mejor, un
impulso para retomar mis antiguos sueños de escritor amante de la historia y de
la literatura, entroncando con mis incursiones periodísticas en los años de la
transición y mis primeras narraciones de los años ochenta. Y desde entonces he
escrito y publicado 6 libros y he colaborado en más de 10, amen de otros
trabajos: pequeños ensayos, artículos de todo tipo, columnas de prensa, poemas…
Aquí estoy de nuevo. Incapaz de sentir
resentimiento he sido, sin embargo, presa -a veces- de la impaciencia o el
desencanto, y, si, he cometido errores (a veces grandes) en mis relaciones con
personas y colectivos, pero he mostrado siempre, creo, capacidad de rectificación
y de superación de esas apreciaciones. Me he hecho mayor, casi sin darme cuenta
y por supuesto, sin desearlo. A mi juicio, estoy más en la edad de recibir
satisfacciones que humillaciones o negativas, pero la vida, como los resultados
de los partidos de futbol, no fue, ni lo es, siempre justa. Puede que el poso
del franquismo, al que tanto combatí y del timorato reformismo e incluso del
estalinismo rampante que llegué a conocer y rechazar, terminen cobrándose su
libra de carne (de literatura histórica en mi caso) como le ocurrió al mercader
de Venecia, y perdonen la comparativa con el personaje de Shakespeare, pero no
se me ocurre otra, para poner un precio por mis traiciones a las ortodoxias y
dogmatismos, por mi rechazo al gregarismo y por mi defensa, a veces solapada o
un tanto timorata de mis rebeldías.
(21-IX-2015)
No hay comentarios:
Publicar un comentario